miércoles, mayo 05, 2010

De la censura a la moral


El trance de lo inadmisible a lo admisible, de lo inmoral a lo moral y de lo ilegal a lo legal se da con la habituación a la transgresión.
En distintas culturas tienen vigencia distintas moralidades; asimismo, en una misma cultura la moralidad es cambiante a través de la historia. Así como evoluciona la noción de ciencia, los esquemas políticos, y hasta el lenguaje, los principios morales son también móviles según las circunstancias que se viven.
La legalidad viene de la mano con la moralidad, con base en ella se trazan las líneas de lo deseable y se establecen los límites de lo admisible. Como la moralidad, la legalidad debe ser cambiante también, pues las leyes necesitan ser adecuadas al pueblo que pretenden normar. Cuando las leyes no evolucionan al ritmo que la moralidad del pueblo que pretenden legislar, los ciudadanos pueden verse presionados a infringir la legalidad.
De ahí la importancia de la proximidad entre legisladores y el pueblo: No debe haber una brecha entre la cosmovisión de quien genera las leyes y quienes han de acatarlas, pues de lo contrario, los códigos penales podrían no resultar razonables para el pueblo sobre el son vigentes.
Cumplir con las leyes implica un compromiso del ciudadano con la sociedad, regularmente el ciudadano recibe el cobijo del pacto social a cambio de subsumirse a él; cuando el ciudadano deja de encontrar necesidad en honrar este pacto, se antoja sencillo dejar de cumplir con este.
Es posible que el mayor incentivo para violentar el pacto social sea la falta de consecuencias para con su violación, pues aún las personas en condiciones menesterosas pueden ser celosas del pacto social, y cuando dejaran serlo no están de manera necesaria convencidas de que actúan de forma plenamente justificada.
Quien infringe la ley sin ver consecuencias recibe una invitación para hacer de la transgresión un hábito, y dado este paso, es susceptible de tornarse en un modelo para su prójimo, que observaría la posibilidad de beneficiarse del cumplimiento del pacto social de los otros sin tener que cumplirlo él.
Consecuentar el incumplimiento de la ley implica, además de incentivar el surgimiento de un hábito transgresor, la posibilidad de una mutación en la moral vigente. Afianzándose la transgresión como costumbre será difícil decidir si la infracción deberá ser combatida o volverse normalidad...
Esta crucial coyuntura en toda civilización se enmarca en la recientemente difundida falacia de apelación a la mediocridad, fenómeno más que recurrente en nuestra cultura.
La falacia de apelación a la mediocridad consiste en que un agente, ya sea por acto o por omisión, incurre en una infracción de algún tipo; a sabiendas de que falta a alguna norma se escuda en la transgresión de otros para justificar la suya.
Por omisión respecto al cumplimiento de las normas, un ejemplo sería:
-¿Por qué no paga impuestos?
-Nadie lo hace
Por transgresión respecto a los límites estipulados un ejemplo sería:
-¿Por qué ignoró la luz roja?
-Todos lo hacen
Esta falacia podría recordar a la ad popullum -o apelación al vulgo- y a la ad verecundiam -o apelación a la autoridad-, pero se distingue de aquellas por dos razones, una cuantificacional y una epistemológica.
En cuanto al aspecto cuantificacional, ad mediocrĭtas se distingue de ad popullum porque la primera persiste aunque el objeto al que se apela sea un particular. Ad popullum dirige la atención a la voz de un universal, o cuando menos un grupo cuantioso, i.e.
-¿Por qué vas a la marcha?
-Todos van a ir
En contraste, la falacia ad mediocritas se sostiene apelando a un universal, un conjunto cuantioso o un solo individuo.
-¿Por qué escuchas reggaetón?
-Porque Brian lo escucha.
Se salva entonces el parecido con la ad popullum desde el punto de vista cuantificacional, pues la falacia persiste, pero ahora recuerda a la falacia ad verencundiam, o apelación a la autoridad, i.e.
-¿Por qué dices eso?,
-Gadamer lo dice.
Tanto en ad verencundiam como en ad hominem el agente justifica su creencia o acción con base en la creencia o acción de un tercero, en el caso ad verencundiam porque sobre el sujeto se confiere autoridad; en el caso ad popullum por semejantes razones, en alguna medida podría decirse que la falacia ad popullum es la misma que la ad verencundiam con la única diferencia de que en un caso el sujeto en quien yace la autoridad es un particular, y en el otro la autoridad es conferida a la vox populli.
Podría apuntarse que la autoridad del sujeto es distinta a la de la multitud, pero para este caso da lo mismo, pues el requisito único que perseguimos es que sea la matriz de decisión del sujeto que juzga.

Se plantean dos opciones excluyentes entre sí:

1) O el sujeto de hecho cree en la postura X de manera falaz, por ad popullum o ad verencundiam.
2) O el sujeto no lo cree, pero lo sostiene de manera sofística.

Cualquiera que sea el caso, al ser enunciada, ad mediocrĭtas se distingue de ad verencundiam –y de ad popullum- fundamentalmente porque el sujeto sabe que su postura es errónea, o que está siendo negligente, pero sostiene su falla con base en el comportamiento erróneo de los demás. Se persigue delegar la responsabilidad propia a otros que han mostrado también negligencia.
Cuando sabemos que erramos pero nos justificamos en las fallas de los demás pretendemos que hay una venialidad respecto a nuestra negligencia. Si tal cosa es cierta, si nuestras fallas pueden atenuarse por causa de las de los demás, el criterio con que juzgamos nuestras acciones podría ser errado, es decir, puede ser el caso que estemos inmersos en un sistema jurídico inadecuado; si es mentira que nuestras fallas sean eximidas por las de los demás, estamos viciando nuestras costumbres y probablemente dirigiéndolas a una nueva moral distinta a la que sería más deseable según el pacto social.
La mala legislación puede llevar al gobierno de los insensatos a estar en guerra con su propio pueblo de manera innecesaria; la mala conducción respecto a una ley adecuada puede llevar al individuo que transgrede y cuestiona la ley por hábito a estar en guerra con una sociedad en la que es posible encontrar condiciones para vivir de manera digna.
Si la ley es inadecuada, no seríamos sofistas ni falaces, al proponer -con conocimiento de causa- la necesidad de cambiar la ley. No hacerlo es asumir que tarde o temprano viviremos en la injusticia aunque pudiéramos vivir dentro de la legalidad.
Si falazmente apelamos a la mediocridad, a sabiendas de que nuestra acción no ha de ser paradigma de nada, como transgresores de la ley promovemos una involución que nos conducirá a la miseria.
El papel del ciudadano preocupado por la comunión entre justicia y legalidad es cuidar la concordancia entre una ley y la moral del pueblo sobre el que está vigente.